Como ejemplo del uso del silencio pondre a Beethoven. En su novena sinfonía, en la mundialmente conocida parte coral del último movimiento, la sucesión de melodías, y el camino que sigue el maravilloso poema de Schiller, nos lleva a un momento culminante: se trata de un acorde monumental, en que la orquesta y el coro, al unísono, gritan la palabra “Gott” (Dios). Es un inconmensurable acorde tenso, en el que los pelos de los oyentes se ponen como escarpias, y la piel se vuelve de gallina, mientras los escalofríos recorren de arriba a abajo todo nuestro cuerpo. Pero no es ese acorde lo que produce la increible sensación de poder que trasmite Beethoven. Ese acorde no sería nada si al momento se produjera una resolución del mismo, una relajación tras la tensión. Beethoven, como gran maestro no solo de la música, sino de los entresijos del espíritu humano, supo que lo que más podía mellar en los corazones de los hombres era el silencio. Ese monumental silencio después del monumental acorde hace que la tensión resuene en nuestras cabezas.
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